Otras compañías automovilísticas emblemáticas, como Chrysler, también corrieron la misma suerte hace pocas semanas. Hace algunos años, en 2005, en Europa también fuimos testigos de la desaparición de dos marcas centenarias: MG y Rover que supuso la pérdida de más de 6.000 empleos directos.
Puedo afirmar, sin ningún género de dudas, que la desaparición de más marcas automovilísticas es solo cuestión de tiempo. ¿En qué me baso para realizar esta afirmación catastrofista? En el sentido común.
Nuestra economía está sustentada en el consumo de combustibles fósiles. Estos combustibles no son ilimitados en el tiempo, siendo cada vez más escasa su disponibilidad. Las empresas o países más dependientes de estos combustibles serán los que mayores repercusiones tengan en su cuenta de resultados cuando la materia prima fundamental para realizar sus actividades escasee. Da igual que se trate de una multinacional gigantesca o del país más poderoso del mundo. Si no adaptan sus estructuras productivas, el colapso está garantizado.
Los enormes Cadillac, Chrysler, GMC, Hummer, Chevrolet, símbolos del poderío de un país se desmoronan rindiendo pleitesía a marcas como Toyota y Honda especialistas en fabricar coches eléctricos e híbridos de un consumo más que reducido. La eficiencia energética, la utilización de combustibles, hasta ahora denominados alternativos, y la innovación tecnológica han conseguido un hueco en el mercado que crece día a día.
El mensaje a los fabricantes es claro: Hasta ahora están teniendo problemas financieros las compañías que fabrican coches y motores en exceso sobredimensionados, pero las que no se adapten tecnológicamente para el uso de combustibles no fósiles también terminarán echando el cierre. Por lo tanto, es imprescindible reinventar el sector, adaptar las necesidades del público a vehículos eficientes, poco contaminantes y sostenibles en el tiempo. Solo de este modo los fabricantes podrán seguir vendiendo automóviles y la población seguir desplazándose según sus necesidades.
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